regresa a Fray Francisco del Castillo
El Fraile que se reía de la Santa Inquisición
por Angel Moyano
(…) pues fray Francisco del Castillo Andraca y Tamayo fue versificador repentista y consuetudinario, burlón e irreverente, insigne jaranero y ábil
tocador de vihuela, guitarra y órgano. El de la iglesia, por lo menos,
según sus biógrafos. Todo Lima le llamaba "El Ciego de la Merced", por
ser invidente y mercedario, faltaba más.
Tal vez nació en Piura en 1714 y murió en Lima en diciembre de 1770, según Ricardo Palma; aunque Mendiburu sostiene que abandonó este valle de picardías en 1787. Hijo del corregidor español don Luis del Castillo Andraca y
de Jordana Tamayo de Sosa, limeña de nacimiento, el Ciego de la Merced
parece que no lo fue nunca del todo, pero sí es cierto que desde muy
niño su cortedad de vista le obligó a aguzar de manera notable el oído
y la memoria, los que luego le darían enorme fama.
La inmensa mayoría de su obra se ha perdido, digno final para un
ingenio que gozaba versificando cada instante y a menos que alguien le
llevara el apunte veía volar la rima pues su ceguera le impedía
escribir.
Pese a ello, tanto el conocido artículo escrito por Ricardo Palma en
la Revista de Lima hacia 1863, como la compilación de sus obras hecha
por Rubén Vargas Ugarte en 1948, nos permiten delinear una imagen
bastante completa de este carácter singular, atrevido y bienhumorado.
Debido a su defecto no pudo el Ciego de la Merced seguir estudios
académicos, sin embargo, como ya eá dicho, su capacidad para
memorizar lenguas, citas y autores alcanzó las alturas del prodigio,
razón por la cual fue muy instruido en ciencias naturales, en
literatura hebrea, griega y romana; en mitología y, por cierto, en
teología.
Huérfano desde edad muy temprana, fue recibido en la orden
mercedaria en condición de hermano ya que considerando su
minusvalía no podía optar los votos sacerdotales.
Improvisaba rimas con la misma facilidad que hablaba y es sabido que
se valía de este don para zaherir a canónigos y a laicos. En la Lima
de entonces, zarandeada por las disputas y rivalidades entre las
múltiples órdenes religiosas, beféase el Ciego de la Merced de la
efigie de un Cristo ataviado a la manera de elegante seglar en un
convento jesuita:
"Estos frailes, buen jesús,
te vistieron de librea,
sin duda porque se crea
que mereciste la cruz."
Su desdén por los usos propios de la liturgia le llevó alguna vez a
mofarse del padre Alonso Mesía, quien en 1711 recuperó las hostias del
sagrario del Convento de los Descalzos que habían sido objeto de un
robo, y entre sus brazos el reverendo Mesía las llevó en procesión
hasta la Parroquia, justamente, del Sagrario. Entonces comentó lo
siguiente:
"Cuando la Virgen María
al niño Dios arrullaba,
la comunidad cantaba
y el padre Alonso...mecía.
Célebre por su virtuosismo en la badurria y por componer al instante
canciones que de inmediato interpretaba, pronto el fraile fue asediado
por universitarios, nobles, intelectuales afrancesados, gente de
hacienda y del común, quienes corrían apuestas para poner a prueba sus
dotes y concurrían a su celda del convento de Nuestra Señora de las
Mercedes después del Angelus. A todos el pelo les tomaba. Es sabido
que a un joven ilustrado de apellido Paniagua le regaló ese cuarteto
cachondo:
Un fortunón desmedido
en su nombre lleva usté:
pues para el hambre y la sed
le basta con su apellido.
Con tales habilidades y con tantísimo buen humor, en una Lima
carente por entonces y de algún modo hasta ahora de mayores
divertimentos para la inteligencia, pronto el Ciego de la Merced fue
invitado infaltable de todo evento social. No hubo entonces
nacimiento, bautizo, cumpleaños, matrimonio ni mucho menos velorio
donde es tan propio hacer reír y entretener a los dolientes deudos al
cual no fuera convidado el saleroso fraile.
Según por juguetear, según otros más cazurros por ganarse algunos
dinerillos, el Ciego de la Merced aceptaba apuestas para versificar al
segundo acerca de cualquier tema, jactándose de su agudo repentismo y
gozando con alardear de oído lo que le faltaba de vista.
El retador proponía el verso de pie forzando y el lego mercedario
debía componer una décima completa que terminara del modo antedicho.
Quizá el desafío más difícil que afrontó fue el de improvisar una en
la cual las diez palabras finales de cada verso fueron determinadas
por el retador: "caja, torre, borre, faja, luces, capuces, sombrero,
tintero, cruces".
El Ciego de la Merced meditó un momento y luego le dijo al desafiante:
Muchacho, cierra la caja
y mientras voy a la torre
cuida que no se te borre
el dibujo de la faja.
Todos los colores maja,
barre el cuarto; enciende luces.
Si el señor de los capuces
viniere, dale el sombrero.
Ahí tienes pluma y tintero.
Entretente haciendo cruces.
Como podrá el lector imaginar, tal alarde de ingenio y de talento
solo pudo ser celebrado con atónitas expresiones a las cuales
siguieron nutridos aplausos y copiosos brindis.
Pero sin duda la osadía mayor del Ciego de la Merced, fue aquella a
la que se prestó envalentonado por el éxito rotundo que le acompañara
en todos sus florilegios verbales anteriores. Se decidió a poner en
riesgo su hasta entonces dulce suerte desafiando con ironía los
rigores de la Santa Inquisición.
Recordemos que cuán vigente y enérgico sería el Santo Oficio por
esas fechas, que aún en 1778 casi una década despuès de que muriera
nuestro personaje en la capital del Perú, el oidor Pablo de Olavide
fue sentenciado por la Santa Inquisición a perder todos sus bienes, a
sufrir reclusión perpetua en un convento, a la pérdida de todo empleo
y a la consiguiente incapacidad por vida de conseguir otros, no
solamente, sino sus descendientes hasta la quinta generación. Todo
ello "por haber conocido a Voltaire y a Rousseau, haber tenido
correspondencia epistolar con el primero, por haber tenido libros
prohibidos y haberlos prestado, por haber dado fe a las herejías de
Galileo y Copérnico; y ser, en conclusión, hereje positivo y formal."
A ello se enfrenó el corajudo o irresponsable lego no solo una sino
varias veces, pues en determinada ocasión un contertulio le planteó un
pie forzado que bien le hubiera podido costar la vida: "lo mismo es
Dios que el demonio".
El Ciego de la Merced respondió:
"Hizo un famoso ebanista
un santo Cristo de pino;
hizo un demonio muy fino
y ambos los puso a la vista.
Pasó un célebre organista
que goza de patrimonio
y dijo: Señor Antonio,
qué precio tienen los dos?
Y él contestó: Para vos
lo mismo es Dios que el demonio."
Y de esta juguetona manera se salvó de los iracundos fuegos del
Santo Oficio. "Más hermosa que Dios", le desafió otro individuo. El
ciego aceptó el reto y recitó:
Dos señoritas había
paseando por un jardín:
la una, como un serafín;
la otra, un dragón parecía.
Y viendo la pena mía
tal diferencia en las dos,
les dije: "Niñas, a vos
quién tales rostros ha dado?
La fea dijo: El pecado.
La más hermosa, que Dios".
Sus versos zahirientes y mordaces, pícaros y desacatados; no sólo
enfrentaron al temido Santo Oficio sino también al poder terrenal que
por entonces era omnímodo y algunos perspicaces sostienen que lo es
hasta ahora.
Una prueba contundente de esto último es aquello que compuso a
manera de respuesta, cuando unos ediles le solicitaron una
contribución económica, a fin de que el desvergonzado Virrey Amat
construyera con el óbolo público el Paseo de Aguas en homenaje a su
disforzada y simpática amante, doña Miquita Villegas.
El Ciego de la Merced contestó a los solicitantes del siguiente modo:
Vuestra curia, diligente,
ilustres señores, fragua
un claro Paseo de Agua
que hará el ingenio corriente.
Para obra tan eminente
convite llego a tener,
pero...no paso a ofrecer
por ser cosa irregular
que haya un ciego de pagar
lo que no es capaz de ver.
Su conocimiento de los tipos y las costumbres limeñas era de tal
guisa, que insatisfecho con la sola improvisación de versos también
compuso comedias, sainetes y entremeses, a los cuales no daba a luz únicamente,sino que interpretaba él mismo ayudándose con los arpegios
de la vihuela e impostando la voz para caracterizar diversos
personajes.
Además de estas piezas histriónicas se refociló ideando romances que
narraban escenas capitalinas como "Conversación de dos mulas y un
caballo en la Plaza Mayor de Lima", "Conversación de unas negras en
las calles de los borricos", o "Coloquio y disputa en que se indaga el
dónde, el cuándo y el pretexto con que se miente más en Lima".
La crítica de diversos aspectos de la vida capitalina busca resaltar
como señala Tamayo Vargas "su ceguera iluminada" frente a la "ceguera
moral" de los dueños del poder.
Como pudo librarse de ellos y de sus presumibles despechos y
previsibles venganzas ante tanta socarronería? Nunca se sabrá. Hay que
decir finalmente que este hombre de Dios ni siquiera desestimó los
requiebros del amor mundano pues alguna vez le reprocharía a cierta
dama:
"Si Serafina os llaméis,
vuestro nombre no entendéis:
Si "cera"...como no ardéis?
Si fina... como no améis?".
Aún sin ojos para ver no hubo atrevimiento que no se le ocurriera ni
tentación que no le asaltara. Si en algún cielo ha de estar hoy día ha
de ser en aquel de los frailes irreverentes y palomillas, donde espero
encontrarlo algún día cuando por fin la Iglesia me permita tomar los
hábitos y enderezar mi vida repleta de pecadillos veniales.
por Angel Moyano